Eres cuerda, traslúcida, cilíndrica, atada. Tu brillantez se manifiesta estática, tan recta y dura como el pulgar que se atreve a recorrerte y retorcerte. Te reflejas a la luz y sueles emitir el sonido más tenue o más tímbrico, eres el sonido que absorbe mis pies y mi ombligo. Soy ese orificio hecho a la madera, por el que te elevas y trasciendes. Eres esa recta conmensurada y musical que puede delinearse en corchea, sol o bemol, que aprisiona y desprende armonías en mi cuerpo. Tomas, como nadie, la pera de madera. La colocas, te insertas a ella o la adhieres a tu cuerpo. La retomas, la dejas. Nada hace que tu tensión desaparezca, siempre inconstante, siempre cuasiturbado, muchas veces retumbante. Despiertas conectado a amplficadores de ternura y te desconectas de facto prefiriendo distorsionar la voz y el tacto, para no sufrir la altivez del sonido flaco. No quiero ni tu sonido ni tocar tu corpórea cilindréz, prefiero tu efecto, tararear lo que resulte, percibir el olor que se desprenda de las notas, balancearme en la paz de tus vibraciones inconexas, huir de la cercanía y esperar a que llegue tu sonido a calmar el temblor de las cuerdas de mi fémur.
El son de la zozobra
Hace 8 años
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