Él me enseñó a hincarme ante lo asombroso, a fluir con el diario despliegue del mundo, me hizo ver las texturas que aun me falta conocer. Me mostró lo incognoscible, lo invisible e insondable, lo abismal del aire. Él me preguntó por la pregunta misma y me atravesó para siempre con su ojo apasionado de eterno aprendiz.
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Ella me expulsó con vida y cuando se detuvo a hacerlo me dió entera la suya. Inmediatamente adquirí su gesto robusto, la fortaleza de su andar, su forma de decir lo que siente y cree, me mostró las técnicas del temple, la capacidad que guardaba mi cabeza para las ensoñaciones. Me mostró cómo se apoya una planta del pie en el suelo para no ser falaz, para que el mundo y tú crean en mi rostro y mis palabras.
Su enseñanza es siempre aprendizaje vivo, arremeter el cuerpo y la mente, estar, dialogar e intentar comprender desde la distancia y la cercanía. Reconsiderar, regresar, retener y enojarse si lo amerita la circunstancia. Gritar, ella me enseñó a gritar, tan necesario para vivir completa la condición humana que me subyace. Tuvo el tacto entonces para acercarme lentamente a la vivencia más directa de la libertad.
Me enseñó la hermosura de expandir los ojos asombrada al ver su propia alma levantarse diariamente sobre la debilidad física
Me enseñó a morir, digna, pausada, intensa y vivencialmente eterna.
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El son de la zozobra
Hace 8 años
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